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"me Alejo Silbando Del Molino, Silbando/ Para Disimular/ El Temor De Poner Pie/ En Una Huella Sin Esperanza".José Watanabe. La Piedra Alada.


Vamos saliendo de Rosario, la chata, la cero, la del nivel del mar a pesar de su río. No sube, no empina ni escala. La Pampa es verde y poco gesticulante, pugna por representar lo liso de este mundo, el centro de un jardín con solo dalias de señoras que ornamentan sin irreverencia.

Ibarlucea. Barrancas.

Rafaela, tractores, industrias, estaciones de servicio (muchas), la rápida ceremonia del trabajo.

Sunchales, la leche. Bellas máquinas en movimiento, envasando y envasando, camiones redonditos desde donde el país mama para que crezcan músculos y valentía.

Ceres. Un borde.

Pinto.

Santiago del Estero muestra otra cosa además de su altitud. La Argentina árida, una equivocación del verde, sus 180 metros sobre el nivel del mar son pocos frente al arrogante marrón que pide silencio ante la devastación boscosa sobre la cual algo de soja y ganado ganaron la batalla.

Al costado de la ruta hornos donde la gente fabrica una extraña leña, vende cueros de cabrito y (curiosamente) tortugas. Se venden tortuguitas provenientes del monte, como terrones ágilmente improductivos, mientras chicos de pantaloncito salen a saludar con humildad de mano discreta.

Las luces flotan en la tarde, Santiago me frena, calla y arrodilla; el contraste me puede.

Hace unas horas nomás su majestad el árbol, y ahorita el suelo dejó de latir, parece un capricho del pesimismo, el color golpea el pecho, me despelleja.

Tengo una tristeza elástica, que a su vez es alegría de dejar urbes ruidosas para abrazar lo desconocido en canto rodado negro, piedra blanca, salame cortado a cuchillo.

Santiago es brumoso, tiene caras cambiadas, vigores rotos, el reloj doliente de la Bolsa de comercio detuvo sus agujas. Ha dejado de amanecer temprano, se hacen añicos los verbos, buscan acompañantes: ha sido, has hecho, has movido, hemos sufrido la miseria. Han, has, Ay! Santiago.

Patios, una plaza principal en torno a la cual la gente pasea simplemente, abusa la historia dándose por primera, merodean hijos del violín y el folclore, el sacrificio de la carne en empanadas propias. Dios se vuelve menos neurótico. Tal vez Peteco canta.

Segrego mi sangre para aprovechar los espinillos, esas tortugas de los campos impasibles, la venta sin tarjeta, el mate a cada rato, permitirme pasión por lo lento, sin la caparazón de una culpa que me precipita a trabajar como una loca, cada vez, en Rosario.

Pasamos las Termas de Río Hondo con su turismo en gabinetes del Pami, gente que baila y se baña en las esquinas arreglando cuentas con la edad, capturando mitos que recuperan piel y tranquilidad perdidas.

Los descuentos y las promociones parecen ponchos, el alojamiento tiene letras familiares. Las termas parecen lastimadas por el tiempo, uno en que la vida podría convertirse en cancha de bochas. O en nada.

Un club Náutico de 15 hectáreas, donde se realizan competencias importantísimas en torno al lago de las termas. Comemos. Miramos botes.

Se humecta Santiago con estos ojos extranjeros. Pienso en cabras perdidas, el fruto escarmentado de la tierra, la provincia acunada de gente, el gobierno nutricio, la música mucho menos inocente que nosotros.

Y Tucumán como destino en mechones de rutas nacionales que hacen esa sopa heterogénea llamada Nación.

beagasua37@hotmail.com


Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-25368-2010-09-17.html

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