OPINION
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Siempre me resultó inaceptable por injustamente exculpatorio que todo el peso de la barbarie desatada por el terrorismo de Estado recayera exclusivamente sobre las FF.AA. Indudablemente fueron ellas las ejecutoras materiales de las atrocidades cometidas. Pero ¿fueron ellas las únicas responsables? La triste historia de los golpes militares en la Argentina confirma –quizás con la única excepción del golpe del ’43– que detrás de la máscara militar se ocultaron siempre los intereses, las ambiciones y la ideología de sectores civiles que optaban por reemplazar los votos de los que carecían por las botas que les servían. El golpe de 1976 no fue la excepción a la regla. Como en todos sus antecedentes, el régimen instaurado a partir de marzo del ’76 fue una dictadura cívico militar, donde –como siempre– los uniformados fueron el mascarón de proa de un proyecto concebido por civiles para beneficio de sus intereses permanentes de conservación o recuperación del poder.
Con independencia de lo que en sí mismo representa que la Argentina tenga por primera vez en casi 30 años de democracia una ley de medios de comunicación que respete los valores del sistema y promueva el acceso a su titularidad de sectores hasta ahora intencionadamente marginados, evitando las “posiciones dominantes o monopólicas”, tal cual ocurre en casi todas las democracias desarrolladas. Y prescindiendo de lo que significa poner en cuestión el origen y la razón de ser de un monopolio productor de papel para prensa cuya propiedad se encuentra en manos de los dos grandes diarios nacionales, haciendo realidad lo que ellos mismos denuncian cuando afirman que “quien controla el papel, controla la información”; se está produciendo un beneficio colateral de trascendencia. Este consiste en haber puesto en el debate público el rol jugado por los civiles y sus corporaciones, cuando el terrorismo de Estado desataba el proceso de exterminio más perverso de que tenga memoria la historia argentina. Terrorismo de Estado que, justo y necesario es reconocerlo, sobre todo si uno es peronista, tuvo sus primeras y obscenas manifestaciones durante los últimos años del breve interregno democrático de comienzos de los setenta. Más pronto que tarde habrá también que echar luz sobre esa intolerable oscuridad.
Y en esta incuestionable participación civil en la última dictadura jugaron su interesado papel los medios de comunicación. Especialmente la prensa escrita ya que la mayoría, si no todos los medios audiovisuales, estaban en manos del Estado. No sólo saludaron la llegada del orden tiránico, sino que enterados de sus crímenes –que en casi un centenar de casos tuvieron como víctimas a trabajadores de prensa– guardaron un silencio incalificable. Dice Morales Solá en La Nación del último 25 de agosto: “El periodismo argentino pudo hacer más de lo que hizo durante la última dictadura militar –qué duda cabe–, pero eso no lo convierte en cómplice ni en partícipe de las violaciones de los derechos humanos en aquellos años de furia”. Robert Cox, director por entonces del Buenos Aires Herald, se encarga de desmentirlo cuando en el prólogo al libro escrito por su hijo David (Guerra sucia, secretos sucios) dice textualmente: “Los diarios argentinos fueron cómplices de la dictadura. El Herald no”. La rotunda afirmación de Cox tiene la contundencia de lo testimonial. Puso el cuerpo junto con las palabras y así lo confirmó al despedirse hacia el exilio: “La prensa tiene el deber de decirle la verdad a la gente. Los familiares de las personas desaparecidas no pueden seguir siendo ignorados como si fueran leprosos”.
Mal que le pese a Morales Solá la prensa argentina, para la que él trabajaba, fue cómplice de la tiranía al no cumplir con lo que es la contrapartida inescindible de la libertad de prensa: el deber de respetar el inalienable derecho público a la información, sin lo cual los medios quedan –en el mejor de los casos– reducidos a meros emprendimientos de lucro empresarial.
Así lo confesaba patéticamente el diario El País de Montevideo, cuando respondiendo al entonces presidente Kirchner que lo había acusado de complicidad con la dictadura uruguaya, editorializó diciendo: “En tan penosas condiciones y para no arriesgar una clausura ‘sine die’ que podía significar el fin del diario y de la empresa que lo edita, hubo que adaptarse a la situación y silenciar las discrepancias” (El País, 6 de marzo de 2005). La empresa, es decir los negocios, muy por encima de la “sagrada” misión de informar y de defender la libertad.
Porque este debate está instalado y seguramente se seguirá profundizando, las decisiones de la Presidenta, más allá de la suerte que el funcionamiento institucional les depare, han producido ya el beneficio colateral con el que iniciamos la nota. Poner al descubierto la trama de intereses civiles que hicieron posible el terrorismo de Estado.
Para terminar con Robert Cox y seguramente para sorpresa de quienes hoy defienden con fervor una libertad de la que se olvidaron ayer, el distinguido y respetado periodista señaló, en una exposición realizada en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata: “La batalla que se da en la opinión pública no es una guerra de periodistas, sino una guerra de empresas”, para culminar sentenciando: “Esta es una de las épocas donde la censura no está presente. Yo estuve presente en este país en varios pasajes de su historia y no hubo ninguno en donde se discutieran todos los temas con esta libertad”. ¿Hace falta mucho más?
* Secretario académico del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Manuel Belgrano.
Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-153306-2010-09-17.html
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