OPINION
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No hace falta abrir manuales de doctrina, recetar extraños ungüentos, revisar estampas antiguas, contemplar almanaques viejos como le gustaba a Rimbaud o invocar el Qué hacer –impagable título que se pronunciaba “quéacer”, todo junto, sin respirar y con aire solemne–. No, el procedimiento surge solo, y recrudece en épocas de desprecio como las que vivimos. Es la técnica del desmonte de conciencias, más grave que la tala bosques, más grave que estragar glaciares. Estamos ante quienes rinden conciencias enemigas, las llevan al matadero. Y justo ahora, cuando la teoría política se anima a decir que ya no es cuestión de amigo/enemigo. Vemos surgir desde el fondo de la historia el paradigma de la mentalidad agraria con su exhibición de poder desnudo. Hubo alguna vez un humanismo agrario, un bucolismo libertario, un ruralismo democrático. Pero nos tocó a nosotros la época infausta de los señores del campo con sus Instrucciones de Estancia para transfundirlas a toda la sociedad. Tiranuelos de la soja, revisan vidas y las declaran infundadas, impostoras, llevadas de la nariz, capturadas o confusas. Son nuestras vidas. ¿Nos quejamos? ¡Vaya, si así son los grandes momentos de las luchas políticas! Pero para afirmaciones de esa monta a ellos les falta la genialidad del Facundo. Lo suplen con una alegre procacidad, saltando de gozo en sus taburetes mientras, pipones pipones, se arrastran en la arena los Shorthorn y los Aberdeen Angus. “¡Farsantes!”, parecen gritarnos los toros. “¡Sometidos!”, nos berrean las vaquillonas.
Escabrosamente nos han retirado la conciencia. No hay caletre, magín o mollera en nuestro caso. ¿Y protestamos? ¡Para qué! ¿No había anunciado la filosofía que ya no importa lo que llamamos conciencia? ¡Bueno, que venga a decirlo un Foucault! No es que nos guste, se lo discutimos. ¡Pero que nos lo digan Buzzi, Biolcatti, Llambías, los jefes rechonchos del reaccionarismo impúdico! Lo impúdico es una categoría política tan impensada como operante. Anuncian la exoneración total de las valoraciones: de la historia social argentina, de las lenguas políticas que hablamos, de los intentos tales o cuales de pensar con mayor justicia las épocas. ¡Cómo ellos no van a considerar, como rústicos rentistas, que sobra, que está de más, todo lo que emana de un gobierno! Proclaman que van a derribar el último mendrugo de credibilidad que reste. A la parte que apoya a tal gobierno –¿Muchos? ¿Pocos? ¿En retirada? ¿Firmes en la lucha? No sabemos– se los declara, con visión de hacendados de la patología nacional, personas con mente aprisionada y espíritu en bancarrota. No tenemos conciencia. Si no queremos ser subhumanos para siempre, tenemos que disponernos a recibir clases prácticas de indulgencia y liberación. Con misas entre los ganados y las mieses. Profesores, dómines y gurúes les sobran.
Nos dicen: las creencias que mantienen ustedes es urgente cambiarlas por otras. Pues bien: confiscar creencias es técnica de ocupación colonial. Pornógrafos involuntarios, a los nuevos colonizadores se los ve brazos en alto, levantándose de súbito de sus asientos, igual a la foto de cierta junta de comandantes que una vez festejó un gol argentino. Están cantando el Himno Nacional, y por eso es simple explicarnos por qué cuando los demás lo cantamos, descubrimos un nudo en la garganta.
Ahora conmemoran lo que se definiría como una rendición. La victoria corporativa pareció fácil. Ocurre incluso a contramano de las advertencias que los gladiadores rurales reciben de los políticos y los medios de comunicación que los acompañaron. Moderación, les piden, dejen llegar, les reclaman, no aprieten el fierrito a fondo, les advierten. Pero ellos no: ¡somos el último ícono en que debe reflejarse toda la nación! ¡Llegó el crepúsculo de las convicciones, no hay otra libertad de opinión que la que emana de sus himnos y tajadas Hilton! ¡Dentro de poco sus marchas y églogas camperas se entonarán en los andurriales del Segundo Cordón! ¡Qué poco falta para eso!
¿Cuál es el procedimiento que para imaginar estos cálculos ya se ha verificado? Ha desfilado ante nuestros ojos asombrados el impulso de una mayúscula empresa de infamación y agravios. No exige teorías ni acepta tácticas de momento. Va en la corriente que se ha establecido, mayoritariamente, en la sociedad argentina. Es una sociedad cuyo tejido sensible es la suspicacia y el fraseo hormiga de una demolición moral. Se trata de la tecnología de la detracción anónima, de la caza a los hombres dignos que hablan en minoría, de la infamia que viaja como cola de cometa detrás de artículos periodísticos que ofrecen el rostro culpable de quien hay que crucificar. Cuatrocientos, quinientos comentarios enmascarados brotan de inmediato pidiendo cadalso, pena de muerte, exilio o lapidación, todo con cuño digital. Sea debajo de la foto de la Presidenta o del osado que plasmó sus dudas sobre estas nuevas derechas. Sorprende el aluvión de mails anónimos que increíblemente toleran los diarios. Algunos, tradicionales, donde en épocas ya inconcebibles escribieron Lugones, Rubén Darío y José Martí. ¿No ven los periodistas que firman sus artículos, que estas superficies ya son irrisorias frente a los sigilosos albañales que están destinados a excitar? Una red clandestina de maldiciones corre el espíritu colectivo. De triunfar, y un poco ya ha triunfado, no habrá vida pública ni nación, pero tampoco periodismo ni escritura.
Han conseguido imponer actos políticos que equivalen a retirar la catadura humana de miles de hombres y mujeres. Postulan que no tienen conciencia autónoma, que se mueven por estipendio o que nacieron con el virus troyano de la corrupción. ¿Quién empezó con esta demolición del edificio conceptual de la política? Hay nombres de políticos recientes, inquisidores de larga data, maestros de la sospecha y fiscalías vocacionales que se especializan en la carnicería de almas. Callemos sus nombres, de todos modos vastamente conocidos. Son los directores de una conciencia pública que cree vivir en su máxima transparencia. Alegan que los que sobramos no tenemos alma. Faltarán muchos años, según parece, para que nos toque algún Bartolomé de Las Casas que nos vuelva a hacer parecidos a los griegos, a los romanos y a los cultivadores de soja.
Siempre se discute el grado de libertad de la conciencia. La fórmula de “la necesidad en la libertad” propuso variar el enfoque. Puede haber más libertad en un voto que emerge de las difíciles condiciones de lugar, existencia y recursos que el voto a lo largo de la Avenida Rivadavia. Puede haber voto cautivo en Recoleta y profunda autonomía en medio de las barracas. Por lo demás, ya ni sabemos, en este estadio del calentamiento global de las redes autoproductoras de “contenidos”, quién es verdaderamente libre, quién perdió su libertad creyendo que era un consumidor emancipado y quien la obtuvo en medio de una vida de privaciones.
Dicen que quieren rescatar a los compatriotas que cayeron en los corrales del clientelismo, en el cercamiento de los impostores. Dicen que muchos rompieron sus cadenas y que serán redimidos. Por fin los pobres arribaron a la órbita de la acción moral, cansados del sánguche de chorizo como escueta retribución por la asistencia a un mitin, o por efecto de las fiscalías que en vivo y en directo examinan las declaraciones juradas como el sabio Champollion analizó la piedra Roseta.
¡Qué envidia que ellos sepan qué es una conciencia libre! Ni siquiera deben molestarse en decir que son de derecha como Le Pen o de las nuevas ligas patrióticas, como se empalagó en definirse un Manuel Carlés. Son normales, honestos, de vez en cuando resumen en la famosa tríada “Dios, Patria, Hogar” la suma de sus ambiciones, pero siempre hay alguien que los modera o les sugiere que no digan nada de eso en voz alta. No por mera astucia. Sino porque nuevas multitudes ya se aprestan a creer que estaban humilladas y marchan con bombo y bandera a ampararse en los sucedáneos de esos enhiestos valores jerárquicos. Pero para eso ya no hacen falta sacerdotes adustos, lectores de encíclicas o discípulos sacrificiales de Joseph de Maistre. Alcanza con la pedagogía plebeya, tosca y profana de buena parte de los medios de comunicación, la publicidad electoral de cuño épico y las relucientes preocupaciones por la pobreza. Golpe maestro y final a los tontos progresistas: la inversión de los signos. Negaron que hubiera alma porque necesitaban sustraer temas, estilos y palabras.
La discusión con la Mesa de Enlace –tímido nombre para tantas apetitos–- trataba y trata de una discusión sobre cómo se forjan conciencias con todas las implicaciones posibles para el conjunto del lenguaje. Mejor dicho: para el conjunto de los actos y signos de una sociedad. Los bárbaros pueden ser vistos de distinta manera: con una chispa de bondad en una conciencia que no tiene reflexión racional (Sarmiento en el Facundo); como almas en ciernes que hay que reeducar (todo el evangelismo); como poseedores de una seducción aciaga a la que hay que entregarse o escapar (todo el romanticismo, con sus actuales toques bejaminiano-mesiánicos). Esta Mesa ha simplificado las cosas. Parece ir sola caminando –porque la Mesa cree tener alma– al nuevo mercado de las ilusiones reaccionarias: rendir a miles y miles de personas. No precisa de textos e incluso asusta a sus aliados que aún sostienen que hay que escribir, pensar, suscitar eventos en el seno de las culturas heredadas. Ante la enorme gravedad que para el país tienen estos hechos, todavía no se ven respuestas adecuadas. Hay que darlas y sin duda surgirá de los sectores nuevos, lúcidos y responsables de la sociedad. No habrá vida en común si no surge colectivamente el mejor argumento contra los que nos muestran, como si quisieran salvarnos, la bandera de rendición.
Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-129282-2009-08-02.html
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