OPINION


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Numerosas veces he analizado las consecuencias diferenciales de las calificaciones jurídicas de lo ocurrido en la Argentina como crímenes contra la humanidad o genocidio en la construcción de la memoria colectiva, un debate que atraviesa hoy el conjunto de los alegatos y sentencias producidos en los juicios.

Otras discusiones relacionadas se centran estos días en destacar el carácter cívico-militar de la dictadura implementada a partir de 1976, como modo de visibilizar no sólo a numerosos cómplices del genocidio sino fundamentalmente a quienes se beneficiaron del mismo, económica y políticamente.

Durante más de 20 años, vivimos una fácil y exagerada atribución del mal tan sólo a las Fuerzas Armadas, lo que permitió a los beneficiarios y cómplices del genocidio disfrazarse de nuevos demócratas (fueran funcionarios políticos, jueces, religiosos, periodistas, sindicalistas, etc.). Condenar a los ejecutores militares resultó un modo de exculpar a los ideólogos y beneficiarios del terror. La inclusión del término “cívico” en la denominación “dictadura cívico-militar” constituye un paso más en la construcción de la memoria colectiva.

Sin embargo, aunque necesario, no me parece aún suficiente. El genocidio argentino se destacó por el nivel de explicitación, claridad e intencionalidad con la que se propuso la destrucción parcial del grupo nacional argentino. Y no hay mejor expresión para dar cuenta de ello que la denominación elegida por los propios genocidas para bautizar su empresa: proceso de reorganización nacional. Esta expresión da cuenta con precisión del objetivo y las consecuencias del terror: transformar a la sociedad a través de la instigación a la delación, la destrucción de las redes sociales de solidaridad y cooperación y la creación de un sistema de desconfianza generalizada que subsiste hasta el presente, como presupuestos necesarios para las transformaciones económico-sociales iniciadas en dictadura pero efectivizadas en la democracia de los veinte años siguientes.

Comprender que fuimos re-organizados (sí, por civiles y militares) puede constituir una posibilidad de abordar la necesidad de elaborar los efectos del terror en nuestras vidas y en las de nuestros hijos, una tarea para la cual los juicios constituyen una condición necesaria, pero apenas el puntapié inicial.

* Investigador del Conicet, docente de las universidades de Buenos Aires y Tres de Febrero y vicepresidente de la Internacional Association of Genocida Scholars.


Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/164806-52714-2011-03-24.html

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