EL RELATO DE UNA VECINA DE RODOLFO WALSH EN SAN VICENTE
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“Señora –le preguntó el presidente del Tribunal, al abrir la audiencia con el protocolo de todos los días–, ¿tiene algún interés especial en la causa o su objetivo es que se haga justicia?” Yolanda Mastruzzo, calabresa, con el dialecto reverberando todavía detrás de cada palabra y sus 77 años de edad, le soltó: “No, si estoy acá por eso; vengo por el susto que nos pegamos esa madrugada, ¿vio?”.
Esa madrugada es la del sábado 26 de marzo de 1977, dentro del mundo de calles de tierra y casas sin tendido eléctrico de uno de los barrios obreros de San Vicente. El día anterior, el periodista Rodolfo Walsh había sido atacado por una patota de la ESMA en San Juan y Entre Ríos. Llegó muerto o casi muerto al centro clandestino.
Mientras dormía, Yolanda oyó sacudones en la puerta, y el grito y la orden de: “¡Salgan todos con las manos levantadas!”. Ella se levantó de la cama de un salto y salió con su marido a la calle, amarrados a una linterna. Ante el paredón de luces y las órdenes, el marido intentó apoyar la linterna en el suelo porque “¡mire si la íbamos a tirar!”.
“¡Así no, carajo!”, les gritaron, y el marido largó todo como pudo. “Eran las cuatro de la mañana cuando en un momento vemos que empezaban a apuntarnos a nosotros, diciendo que nos quedáramos con las manos arriba –explicó–, que nos iban a matar a todos, entonces mi esposo y yo le preguntamos a ese señor qué buscaba.”
Yolanda todavía es ciudadana italiana. No se acuerda su número de documento, pero no puede olvidarse de lo que pasó. Convocada por el Tribunal Oral Federal Nº 5 a cargo del juicio por los crímenes de la ESMA a pedido de la querella de Patricia Walsh, escuchó las preguntas: “Justamente, queremos saber qué le pasó a usted esa noche, si todavía lo recuerda después de tantos años”, preguntó la abogada Myriam Bregman, de Justicia Ya!
“Buscaban a una pareja”, explicó Yolanda. “Discúlpeme –le dijo en ese momento al hombre que la increpó–. Nosotros somos un matrimonio, tengo tres chicos adentro.” Uno de los hombres fue “adentro de la pieza, los chicos estaban llorando abajo de la cama del susto que nos llevamos, y de la parte de adelante de la casa también nos apuntaban a nosotros”.
Hace años, Yolanda declaró ante un Tribunal de Justicia Militar lo que había pasado ese día. Nunca volvió a hacerlo hasta ahora. En esa ocasión mencionó que cuando uno de los uniformados entró a la pieza, intentó buscar a tientas la perilla de la luz. “¿Qué luz?”, preguntó ella, porque en la casa no había luces y en el barrio la gente se iluminaba con el sol de noche. El dato, que volvió a aparecer ayer, siempre fue importante para quienes todavía intentan reconstruir lo que pasó con la casa de Walsh, porque es una señal de que los integrantes del operativo eran de otro lado.
“Esta casa no es la que usted está buscando”, les dijo Yolanda en ese momento, y les señaló la casa del otro lado del cerco. “El hombre es un profesor”, les dijo ella. “¡Ma qué profesor! –respondieron los otros–. ¡Flor de extremistas son!”
Walsh se había mudado a San Vicente en diciembre de 1976 con su compañera Lilia Ferreyra. Para los vecinos, era un profesor de inglés retirado al que cada tanto veían pasar con un changuito de compras y con quien alguno de ellos se paraba a conversar sobre los pájaros. En marzo de 1977, Yolanda llevaba apenas veinte días en el lugar, recién se había mudado. Dijo que a él le decían “Beto” y a ella “Betty”. “¿Alguna característica física? –le preguntaron–. ¿Algo con su color de pelo?” “De eso no puedo decir nada –aclaró–. Un día lo tenía de un color, y otro día de otro.”
Después del cruce, la mandaron adentro de la casa: “Vaya para adentro y escóndase –le dijeron–. Vamos a tirar la casa a bajo”. Y ella obedeció: “Nosotros nos fuimos adentro y empezaron a tirar bombas... Qué sé yo... y yo con los chicos asustados”.
Yolanda dejó de hablar. Estaba nerviosa, dijo. El cuerpo temblando. Esperó. Sacó de su cartera un abanico, pidió “un chiquitito” de tiempo y siguió: “Ay, que estoy nerviosa –volvió a decir–. Mire, recordando todo lo que pasé”.
Yolanda llegó a Comodoro Py con uno sus hijos, uno de los que estuvo esa madrugada debajo de la cama. “Fue como una película”, dijo él más tarde, volviendo a esa noche y a esa casa. “Decían: ‘Uno, dos, tres’ y ¡pum! No sé qué tiraban, tiraban como granadas.”
“Afuera siguieron los tiros”, dijo Yolanda. “¡Estaban por todos lados! Después empezó a llegar gente de otros lugares, nosotros estábamos adentro y no podíamos salir; salimos a las diez menos diez, pero desde las cuatro menos cuarto hasta las diez estuvimos adentro.”
La casa de Yolanda estaba a unos diez metros de la de Walsh, separada por un cerco de alambre de púa. “Poco después empezaron a cargar todo lo que encontraban en la casa –dijo–. Todo lo que pudieron se llevaron con una camioneta y nosotros los escuchábamos desde adentro.” De la casa se llevaron la heladera, la cocina, las latas de conserva y hasta el papel de los baños, dijo. Cuando todo terminó, desde adentro de su casa escuchó la orden de “apaguen la luz”; pero estaba destinada al que manejaba el camión y era para ocultar la carga.
A esta altura, se sabe que además se llevaron los documentos, archivos y cuentos inéditos de Walsh. Yolanda aseguró que los hombres estaban uniformados y tenían boinas; que en la casa quedó de custodio uno de los hombres que la amenazaron al comienzo. Tiempo después, la casa fue ocupada por la madre de un policía de apellido Salas, otro dato que ella confirmó. Al terminar, antes de salir a la calle, seguía pensando, convencida de que esos hombres en algún momento le dijeron que venían de Magdalena. Patricia Walsh pasó a su lado. Le agradeció y aclaró: “Es que nunca decían que venían de la ESMA”.
Yolanda no sabía quién era su vecino. Recién lo supo el año pasado. Ahora anda buscando alguno de sus libros. Todavía no sabe demasiado qué significa Rodolfo Walsh.
Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-163433-2011-03-04.html
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