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Fue con Juan allá por el 77. Andábamos escasos de vida libre y con demasiado tiempo como para no pensar en rajarnos a Brasil, matarse en una moto, escribir poesía, pintar paredes. El paisaje ayudaba: a él la cana lo tenía vigilado y mi pedigrí por ahí andaba. A él por su pinta de matador inglés, rocker escapado del Expreso de Medianoche y a mí por pelilargo integrante de la Camorra. Como sea nos juntábamos: en los parques, en las cocinas de alguna dama de algún pueblo donde Juan había recalado, en los altillos donde se fumaba porro, en el muelle abandonado. Cerca de la gente, nunca aislados para no despertar sospechas, siempre con el DNI a mano, ya sea para entregárselo a quien te lo pidiera, ya sea para irse en tren a Tomboctú. La casa era en una esquina virreinal y el tipo nos contrató para desalojar un piso. La paga eran los muebles que nadie quería, pero para nosotros eran oro en polvo. Ya se sabe: estrafalarios vínculos de gente rara y millonaria, una alcurnia de libracos leídos y la posibilidad errática de terminar sus carreras de Arte e irse a Hawai para escapar de esta polución dictatorial. Nosotros no podíamos, ni llegábamos hasta Villa Diego. Comíamos de las heladeras familiares instaladas en las casas paternas de donde habíamos huido; sangrábamos monederos ajenos, ahorros patrios, vendíamos lo que nadie usaba. Escapábamos, siempre escapábamos. Miramos los muebles y decidimos venderlos. Había, además, platería, unos cuadros a los que le supusimos un valor incalculable, sillones, lámpara con caireles, una estufa. En el hall del edificio, umbroso y secreto había un vitral redondo como el de la cúpula de una capilla. Por el piso tercero prendimos un faso y nos dedicamos a quedarnos allí, con el aleteo ululante de las palomas en las ventanitas y el vitral arriba, maravilloso, acariciante como una obra de arte. Luego, uno subió al rellano y abrió el departamento. Otro fue a llamar al flete y empezamos la tarea fatigosa de bajar los trastos. Como el faso era bueno nos tentábamos y debíamos parar de vez en cuando para reírnos. Juan, que nunca reía, asomaba con el gesto el diente de plata. Cuando en la vereda la pila se hizo altísima llegó el fletero, un gordo peludo y oloroso de otras contiendas tempranas y nos apuró a cargar. Atrás, arriba, cara al viento y pelos sueltos, íbamos nosotros. La ciudad está trazada espléndidamente cuando uno la palpa en movimiento. Los monumentos son insomnes fantoches, las casas altas son palacios de hielo, las veredas de los barrios playones de descarga, los árboles un laberinto floral en el cielo tapiado de cables, pajaritos, nubes. Uno es joven, tiene tiempo, es valiente, inconciente, ineficiente. Nadie nos quería. Nadie nos hacía estudiar. Nadie nos amaba en serio. Nadie nos importaba. Nadie estaba vivo. Nadie sabía nadar, ni cagar, ni escribir, ni vivir salvo nosotros, allí con nuestra entumecida humanidad floreciente, huesos malditos por la indiferencia de nuestras familias, por la eficacia policial, por la mierda que habíamos heredado y porque el mundo siempre sería así, vayamos donde vayamos, sin fuerza ni poder para intentar conocerlo: solo quedaban las varas con hojas de árboles sagrados donde dormir eternamente la siesta hasta que algún disparo, un perro rabioso nos mordiese o una sobredosis de algo nos tumbara. ¿Dónde, dónde estaba el mundo verdadero y bamboleante de los cuentos? ¿Por qué nuestras madres eran esclavas de nuestros padres y ellos a su vez eran esclavos de sus patrones insondables, asesinos perfectos, cagadas humanas que aplaudirían a los milicos y mandarían a matar delegados? ¿Por qué, por qué este mundo donde Juan, con su pinta e inteligencia era un extranjero en todos lados y no podía conseguir ni un empleo de basurero por el hecho de estar encanado pero libre y yo, con mi voluntad sometida a los vientos no duraba en ningún lado? En ese por qué de cenizas y perfume de mujer, fragancia a marihuana y café de anoche, sudor de rock se nos iban los días y tardábamos en morir jóvenes.

Ayer tomamos algo con Juan, al lado del río, en esos bares de modernosos pero que son ordenados y saben vivir. No como nosotros que, cincuentones, estamos todavía aprendiendo y nunca lo vamos a lograr. Lo sabemos. Cada cual finge vivir y trabaja: cada cual es responsable a su modo. Cada cual se desangra por ideales adversos, piolines en el aire, trompadas contra la pared, ineficaces pero ceremoniales. Por todos los que nunca matamos y por los que no pudieron cazarnos. A nuestro modo es un festejo, claro que sí. Luego, con el coche en marcha, la pregunta de siempre: - ¿Dónde habrán quedado los muebles?

Porque aquellos trastos fueron dejados en algún sitio: imagínense la cara de sorpresa de una familia con un garage abierto que ve como dos muchachones festivos y cagados de risa les dejan unos moblacos. Luego esos muchachones olvidan por la fumata donde los dejaron y por que los bajaron alli en la época de la búsqueda del tiempo perdido, la juventud de la dictadura y otras yerbas ceremoniales.

abonizio@hotmail.com


Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27941-2011-03-23.html

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