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Empezó un martes a media mañana, entre una taza de café y una carta documento. Con un cosquilleo apenas perceptible, una palabra asomó por debajo de mi uña. Primero sacó la cabeza y miró en derredor. Luego, haciendo fuerza con las patas de una letra, se desprendió de mi dedo, saltó por el teclado y se metió en la pantalla. Se acomodó a la derecha de un sustantivo y, con un trapito, le sacó brillo.

Releí la respuesta que había preparado. Una decena de adjetivos, verbos y sustantivos inesperados habían trepado a la pantalla para mezclarse en el texto. Revisé dos cartas comerciales y un informe que reposaban en mi escritorio, el papel todavía tibio. También estaban ahí.

Miré de reojo. Los demás se ocupaban de sus propios asuntos: fotocopiaban carpetas, escaneaban firmas, completaban formularios. El gerente, en su oficina, leía el diario. Miré de nuevo mis textos: la birome ansiosa me tembló en los dedos. No me sentí capaz. Las indulté en silencio; las puse a salvo de los tachones y las arranqué una a una para darles asilo en mi cajón.

Desde entonces, cuando me quedo solo en la oficina, las dejo salir a jugar. Se desparraman por el escritorio con descaro, saltan hasta la alfombra y se trepan a memorándums y contratos como una horda salvaje. Algunas le hacen el amor a aburridos adverbios, se llevan a pasear los tecnicismos o nadan desnudas con las ridículas hijas de la jerga empresarial. Otras toman de la mano a un sustantivo, lo besan entre risas y lo peinan para atrás, o acuñan metáforas imposibles que sacuden el polvo de las gastadas fórmulas de cortesía.

Yo vigilo de cerca porque sus arrebatos retóricos no son siempre bien recibidos. «Estimado Señor» suele fruncir el palito de la Ñ y trata de espantarlas esgrimiendo una T, a «de mi mayor consideración» se le ruboriza una que otra O, y «muy atentamente» les arroja, indignada, con una coma o un punto final. Pero mis palabras no hacen caso: se infiltran en carpetas y faxes, en agendas y minutas, arman un delicioso estropicio que sacude la sobriedad de la oficina y deja todo patas arriba.

Después, si la puerta se abre o se hace la hora de irme, corren a refugiarse otra vez en el cajón. Aguardan con paciencia y sin bullicio por otro momento de libertad que destruya las grises y solemnes limitaciones impuestas por la censura de protocolos y etiquetas. Las otras, mientras tanto, se quedan estancadas en el ostracismo de formularios y notas de pedido. Se ven más grises y apagadas que nunca.

Yo también.

Por eso a veces, como ahora, mientras la fotocopiadora zumba incesante, una radio suena lejana y los papeles se amontonan en mi escritorio, me quedo mirando el cajón. Imagino que les llega el día. Aunque el gerente me mire de reojo como queriendo borrar esta impúdica sonrisa que gana mis labios, cierro los ojos e imagino el día en que mis palabras se rebelen y conquisten la oficina.

Sé que pasará. Inundarán los textos desgastados e impersonales, se colarán en los diálogos vacuos, treparan a los carteles, a las paredes, a los sellos y a los portarretratos. Y flotarán por el aire para abrazarse a las palabras sometidas por el protocolo cotidiano. A todas y cada una.

Incluidas las últimas que escuche, antes de escapar montado en un adjetivo calificativo, cuando el gerente me grite que recoja mis palabras y abandone la oficina.


Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-23813-2010-06-01.html

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