ABUSO SEXUAL EN LA IGLESIA


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Cada vez más testimonios indican que el abuso sexual de menores en ámbitos eclesiásticos es, desde hace mucho tiempo, una práctica, si no generalizada, tampoco aislada y mucho menos excepcional. ¿Por qué ahora, ya entrados en el siglo XXI, este crimen sale a luz con denuncias cuya solidez fuerza a encumbrados sacerdotes a una pública admisión de sus aberraciones? Aportamos una premisa y una hipótesis para explicar un lento y delicado desplazamiento de poder.

Premisa: el abuso sexual de menores en el ámbito religioso está en íntima relación con la negación o el rechazo de la sexualidad infantil. Es decir, cuanto más hipócrita inocencia se atribuye a los niños, mayor es el margen de que los chicos sean tomados como objetos de goce. No en vano, hasta no hace mucho, el ámbito jurídico –fiel aparcero del poder eclesiástico– se negaba a considerar la dignidad subjetiva de un niño. Hoy, que un chico se presente en una comisaría para denunciar abuso o maltrato es un hecho cuya actual vigencia y legalidad aún sorprende a muchos.

Hipótesis: el actual estado público que han tomado los abusos en el ámbito de la Iglesia es correlativo de la declinación de una concepción de la paternidad que hacía del respeto el eje troncal de su autoridad.

Una de las consecuencias más catastróficas para el sentido común de fines del siglo XIX fue la destitución del estatuto idealizado de la niñez, a punto tal que hasta el mismo Freud se confesó sorprendido por la audacia de las conjeturas vertidas en sus Tres ensayos de teoría sexual.

Lo cierto es que aquella idealizada visión de la niñez, previa a los descubrimientos freudianos, de ninguna manera se compadecía con la consideración que los niños solían recibir por parte de los adultos. Quien consulte la Historia de la infancia, de Lloyd de Mause (Alianza Editorial, 1975), se espantará por los abusos, la impiedad y los atropellos con que los menores eran objeto del peor destrato.

Al respecto, según Jacques Donzelot (“Gobernar a través de las familias”, en La policía de las familias, Pre-Textos, Valencia, 1990), las lettres de cachet que el rey confiaba para la crianza, la custodia y el cumplimiento de las normas constituían una herramienta privilegiada para imponer una ley déspota y absoluta sobre los jóvenes y las mujeres.

Quizás aquella pretendida inocencia no era más que el espejo narcisista donde el adulto reforzaba el egocéntrico dominio de su conciencia. No olvidemos que el eje neural, donde Freud lastimó, está en el dominio del verbo: como si el goce obtenido a expensas de aquella sufrida minoridad se hubiese encarnado en un soborno cuyos términos de intercambio rezaban: inocencia para el niño, a cambio de saber para el adulto.

¿Cuáles son los términos actuales del soborno? ¿A qué tienen derecho los actuales niños sujetos de derecho? “El niño generalizado” es el concepto que Lacan ensaya en su “Discurso de Clausura de las Jornadas sobre la psicosis en el niño” para caracterizar esta subjetividad en la cual nadie se hace cargo de su goce. Tenemos entonces la paradoja de que, en esta época donde los discursos sobre el niño han alcanzado su apogeo, nadie se hace cargo de su propia condición adulta; ergo, nadie se hace cargo de los niños. Esta situación aúna la irresponsabilidad y banalidad de muchos adultos con la desmesurada exigencia que los chicos suelen soportar. De esta forma, tenemos adultos que nunca dejan de ser niños y niños que parecen adultos.

¿A qué tienen derecho hoy los niños, sujetos de derecho? ¿Cuál es el soborno por el cual esta condición no se trasunta en el respeto, el abrigo y la consideración hacia los menores? Desde la semiología, Cristina Corea (“El niño actual: una subjetividad que violenta el dispositivo pedagógico”, disertación en la Universidad Maimónides, Jornadas sobre Violencia social. Mesa Educación y Violencia, septiembre de 2000) sostiene la emergencia de “una nueva subjetividad de niño, que podemos llamar niño actual, niño autónomo o niño sujeto de derechos”.

Corea observa: “El niño ya no es un ser débil, porque sabe, porque elige, porque no debe ser formado para el futuro sino que está bien pertrechado y capacitado para desempeñarse en la actualidad que habita. Lo que el niño es se verifica fundamentalmente en la experiencia del mercado”. Así, un niño “puede elegir productos, puede elegir servicios, puede operar aparatos tecnológicos, puede opinar, puede ser imagen...”. La autora no deja de destacar la engañifa que esconde esta notable inversión de roles: “¿Pero cuánto riesgo de abandono corremos en el respeto abusivo de la autonomía infantil? ¿Cuánto abandono en el elogio de su fortaleza y de su lucidez? ¿Cuánto abuso en la explotación de la autonomía y de la responsabilidad de los niños?”.

No hay menester de mucho cavilar para concluir que el soborno con que los adultos satisfacen su narcisismo, a expensas de los chicos, es el consumo. Las marcas ya no se donan, se compran.

“Un padre no merece el respeto sino el amor”, decía Jacques Lacan, cuando al brindar su última versión de la función paterna, denunciaba la impostura del progenitor que se erige como modelo o educador. Las denuncias de pedofilia en la Iglesia constituyen quizás uno de los últimos capítulos del desmoronamiento de esta autoridad fundada en el respeto. Por eso, se trata de concebir una nueva concepción de la función paterna, o resignarnos a parafrasear a Nietzsche y decir que, una vez más, Dios ha muerto.

* Psicoanalista. Equipo de Trastornos Graves Infanto-Juveniles del Hospital Alvarez.


Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-143030-2010-04-01.html

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