OPINION


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La designación y posterior renuncia del comisario general (R) Jorge Palacios como jefe de la Policía Metropolitana constituye un hecho normal en el marco de una tendencia tradicional que ha caracterizado, con algunas acotadas excepciones, el desarrollo institucional de la democracia argentina instaurada en 1983: la entrega por parte de las autoridades políticas del gobierno de la seguridad pública a las cúpulas policiales y la apropiación de éstas de las modalidades de interpretación y de gestión de los conflictos y los delitos, y de hacerlo de manera selectiva conforme sus propios criterios y sin interferencias políticas ni sociales. La continuidad del comisario mayor (R) Osvaldo Horacio Chamorro al frente de esta novel institución policial no es más que una ratificación del clásico precepto de la política argentina: la seguridad es un asunto de policías y debe ser conducida por comisarios.

Por cierto, estos avatares han colocado una sutil cortina de humo sobre algunos finos aspectos que no han salido a la luz en el debate público y que bien vale la pena tener en cuenta.

En primer lugar, la administración PRO, que llegó con ínfulas de inaugurar una nueva forma de gestión pública en la ciudad de Buenos Aires, ha mostrado su verdadera impronta conservadora al delegar en un comisario el gobierno de la seguridad porteña. Con ello, han reiterado lo que hizo la mayoría de las gestiones políticas de este país, incluidas las que se dicen progresistas. Nada nuevo, todo viejo. Y ese impulso conservador no es atenuado por la indicación de que es el ministro de Seguridad el verdadero jefe de la Policía Metropolitana. La sacrificada peregrinación del ministro Guillermo Montenegro –cuya designación como tal no fue cuestionada por ningún sector político e institucional nacional o porteño–- por todos los medios de comunicación para defender a su “subordinado” lo sometió a un desgaste político de tal magnitud que diluyó indeclinablemente su autoridad y licuó cualquier posibilidad de proyectarse como la autoridad máxima de la seguridad local. Otra vez lo mismo: un ministro débil ante comisarios fuertes. Demasiados conflictos políticos para una gestión que aún no arrancó y en medio de un escenario en el que el centro del debate es el jefe de la Policía Metropolitana, no el ministro, ya convertido en un servidor de aquéllos. De este modo, la administración PRO ha perdido la oportunidad de otorgarle un tono moderno, innovador y democrático a su gestión en materia de seguridad pública.

Otro aspecto destacable es la falta de valentía del gobierno porteño en designar a un civil como titular de la nueva policía. Su repudio al gobierno político –y no policial– de la seguridad pública cercenó la posibilidad de establecer puentes de diálogo con la oposición en función de conformar un nuevo sistema de seguridad pública porteño. La sanción y promulgación de la Ley 2894, mediante la cual se establecieron las bases jurídicas e institucionales fundamentales del sistema de seguridad pública de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, fue el resultado de un trabajoso consenso legislativo que entusiasmó a propios y ajenos. No obstante, con la designación de Palacios y luego de Chamorro al frente de la policía creada mediante esa ley, aquel consenso porteño se deshizo y, con ello, se extinguieron las posibilidades de llevar a cabo un diálogo institucional serio y de alcanzar entre el oficialismo y la oposición acuerdos de fondo en materia de seguridad pública. Los que brindaron apoyo a aquella iniciativa –entre los que me encuentro–, no lo hicieron en función de otorgar la conducción de la Policía Metropolitana a comisarios que, vistas sus primeras intervenciones institucionales, reivindican el arcaico modelo de una policía decimonónica, militarizada, centralista, brava y, principalmente, sumisa a sus propias cúpulas y al poder político pero no a la ciudadanía. Es decir, una policía que, aunque la disfracen con uniformes y patrullas con tecnología de última generación, no deja de ser un refrito grandilocuente de una fuerza doctrinaria, orgánica y funcionalmente antigua y vetusta. Así, la administración PRO se volcó a favor de un modelo de policía generalista que en la Argentina se halla en crisis y casi colapsado. Toda una innovación.

Pero todo puede ser más lúgubre aún. Nada indica que cuando la Policía Metropolitana entre en acción no entable una competencia franca contra las huestes de la Policía Federal por el control del territorio y de los intersticios en los que se desenvuelven los conflictos propios del campo de la seguridad. Una competencia que bien puede estar tallada por enfrentamientos soterrados o por disputas abiertas que casi nunca tienen un final feliz. En 2004, los comisarios Palacios y Chamorro, que hicieron su carrera profesional en el área de investigaciones de la Policía Federal, fueron pasados a retiro luego de perder la “interna” con el núcleo duro de esa fuerza: el sector que controla las comisarías y que aún gobierna esa institución. No se trataba de una disputa menor sino de una pelea por el control de la única corporación policial de fuste que existe en la Argentina, la que, además, se proyectaba sin miramientos como una verdadera guardia pretoriana del poder de turno y que detentaba un presupuesto sideral y un servicio de informaciones autónomo de todo tipo de control institucional. Y también una puja por el manejo de los dilatados circuitos de recaudación ilegal de fondos mediante la protección de actividades prohibidas.

En este marco, ¿alguien podría asegurar con un dejo de credibilidad que la nueva Policía Metropolitana dirigida por viejos policías bravos con ganas de dirimir antiguas disputas no se tomará alguna revancha a costa de la seguridad de los porteños? ¿Podría sostenerse con convicción que la verdadera pelea es por mejorar la seguridad de la gente y no por otras prebendas innombrables o, lisa y llanamente, por el control de la “caja”? Los porteños, quizá, no sólo están perdiendo la oportunidad de construir una nueva policía democrática sino que, además, están ganando la posibilidad de una gobernabilidad de la seguridad local con signos pandilleros. Y todo por el fracaso de la política en gobernar la seguridad.

De todos modos, no es tan mala la continuidad de Chamorro en su cargo. Que no sea cosa que el jefe de Gobierno PRO se enoje y lo destituya por el Rafa Di Zeo. ¡Va a estar bueno Buenos Aires!

* Profesor e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes.


Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/132645-42780-2009-09-30.html

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