DIALOGO CON ERNESTO LACLAU, TEORICO POLITICO, AUTOR DE LA RAZON POPULISTA
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–¿Qué representa para usted el populismo? ¿Qué es? ¿Qué papel juega en la transformación social? Porque es un movimiento que se asocia, generalmente, a lo irracional. Y es muy criticado desde las posturas más clásicas de la izquierda.
–Bueno, le voy a dar, para comenzar, un ejemplo. Supongamos que en una localidad hay un grupo de gente que le pide a la municipalidad que cree una línea de ómnibus para llevarlos desde el lugar donde viven al lugar donde trabajan. Supongamos, también, que la demanda no es satisfecha, con lo cual se genera una frustración. Si esa gente empieza a ver que alrededor de ellos hay una serie de otras demandas que tampoco son satisfechas (con respecto a la salud, a la escolaridad, a la seguridad, por ejemplo), entre todas esas demandas insatisfechas se empieza a crear una cierta solidaridad, y se empieza a ver que hay una especie de distancia entre el espacio en el cual se generan las demandas populares y el poder. Ese tipo de distancia empieza a crear una especie de división en el campo social entre el poder y el ámbito popular. Es decir: empezó a surgir el clima donde el populismo puede emerger.
–No está basado en relaciones de clase...
–No, o por lo menos no necesariamente. Está basado en una cantidad de demandas insatisfechas que se articulan espontáneamente de determinada manera. En cierto momento la gente empieza a advertir que entre todas las demandas insatisfechas se establece lo que yo llamo en mi teoría una “cadena de equivalencias”, porque todas ellas expresan un cierto rechazo respecto de un sistema. Ahí es donde se crean las bases para el populismo, la existencia de un pueblo que se enfrenta al poder establecido.
–Si la demanda es esa línea de ómnibus, y se puede articular con otras demandas parecidas, ¿por qué tenemos que pensar que es algo antisistema y no movilizador del sistema? En el sentido en que el sistema tendría que funcionar de todas maneras...
–Eso no determina cuál va a ser la naturaleza del enemigo. El populismo no es en sí ni malo ni bueno: puede avanzar en una dirección fascista o puede avanzar en una dirección de izquierda. El maoísmo, por ejemplo, fue un movimiento populista en el cual las masas de China, que estaban desorganizadas por la invasión japonesa, consiguen una expresión a través del Partido Comunista. Pero también fue populista el fascismo italiano. Otra vez: el populismo no es ni bueno ni malo: es el efecto de construir el escenario político sobre la base de una división de la sociedad en dos campos.
–¿Pero cómo puede ser un elemento de la acción política, si no es ni bueno ni malo?
–La acción política tiene siempre lugar entre dos polos: el institucionalismo y el populismo. El institucionalismo es la absorción individual de las demandas por parte de un sistema que impide que se cree la cadena de equivalencias. Ese es el caso de Disraeli en la Inglaterra del siglo XIX. El decía: “La sociedad inglesa está completamente dividida en dos campos, y si seguimos así vamos a acabar todos como Luis XVI. Lo que hay que hacer, cuando hay dos naciones, es crear una nación. Ahora bien: ¿cómo crear una nación? Sobre la base de la absorción individual de las demandas”. Toda la teoría política del torismo inglés estaba basada en la creación de una sola nación mediante la absorción individual de las demandas, impidiendo que se crearan cadenas equivalenciales que dividieran a la sociedad en dos campos. Toda esta ideología después pasa a la idea del Estado de Bienestar: absorber demandas para que no haya puntos de ruptura en la sociedad. Era el reemplazo de la política por la administración. La sociedad iba a ser dirigida de un modo administrativo sin que hubiera ningún punto de ruptura política. Ese era el lema que en el siglo XIX proclamaba Saint-Simon: hay que pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas.
–Digamos que si reemplazamos la palabrita “administración” por “gestión”, eso tiene connotaciones bien actuales en la Ciudad de Buenos Aires...
–Sí. Ese fue el lema de todo el positivismo: en la bandera brasileña, aún hoy, el lema es “Orden y progreso”. Les doy un ejemplo opuesto: si pensamos en el fenómeno de Solidaridad en Polonia, aparece lo contrario. Al principio, las demandas eran muy individualizadas: eran los obreros de los astilleros Lenin que pedían determinadas cosas muy puntuales. Como esas demandas y esos símbolos se plantean en una sociedad en las cuales muchas demandas no están siendo satisfechas, empiezan a ser los símbolos de una totalidad social.
–Y comienza a formarse la cadena de equivalencias. ¿Qué es exactamente esa cadena?
–Pongo un ejemplo: si hay demandas con respecto a transporte, a vivienda, a seguridad, a educación, la gente empieza a percibir que entre todas esas demandas hay una cierta solidaridad, porque todas se refieren a algo que no es satisfecho. Lo que se necesita después es que toda esa cadena se cristalice en determinado símbolo...
–¿Por ejemplo?
–Perón. Esa forma de cristalización es, por un lado, lo que llamo un significante hegemónico. Hegemonía quiere decir que una cierta particularidad, en determinado momento, asume el rol de algo mucho más amplio de lo que la particularidad originaria representaba. Del otro lado, tiende a ser un significante vacío, puesto que para representar la totalidad de la cadena debe romper sus vínculos con la particularidad originaria (y entonces representa algo que la rebasa ampliamente). Cuando se da ese juego, por el cual ciertos significantes pasan a ser hegemónicos y vacíos, tenemos populismo.
–¿Y eso no se parece un poco al bonapartismo?
–Digamos que el bonapartismo es una de las formas posibles de eso, pero el fenómeno es mucho más amplio.
–¿Cómo se da el paso de la cadena de equivalencias a esa cristalización, ese paso de la particularidad a la universalidad?
–Bueno, es una transición que no tiene por qué ser lógica y que depende de muchos avatares históricos. A la cuestión de si hay algo en el significante originario que lo lleva a ser el punto de confluencia de todas las demandas, la respuesta es que no. Muchos significantes pueden actuar así. Como decíamos antes: podemos llegar a tener un populismo fascista, un populismo de izquierda...
–¿Y el peronismo qué tipo de populismo fue? ¿Un populismo fascista? ¿Un populismo de izquierda?
–Definitivamente no fue un populismo fascista... fue un populismo que se volcó hacia la izquierda en el proceso de devenir central. Si pensamos en el peronismo de los años ‘60 en la Argentina, ahí hay cada vez más cantidad de demandas insatisfechas. Y de otro lado, el significante del retorno de Perón adquiere una centralidad cada vez mayor. Eso no tuvo nada que ver con un populismo de tipo fascista.
–Bueno, en esa etapa no. Pero en un primer momento parecería ser que sí, que lo que hacía y lo que proponía era muy similar a lo de Disraeli.
–Yo no lo veo para nada así. En primer lugar, Perón produjo un discurso en el cual él no estaba en contra de la lucha de clases. Cuando hablaba de “Braden o Perón”, lo que trataba de hacer era dividir a la sociedad en dos campos y, por lo tanto, hacía lo opuesto de Disraeli: en lugar de difuminar las fronteras internas, las creaba. Hay que pensar cómo funcionaba un sistema político en la Argentina en los años anteriores al peronismo: era absolutamente clientelista, todo se resolvía por las mediaciones de los punteros. Había, entonces, demandas que eran completamente individualizadas: no era un sistema como el de Disraeli, porque no se trataba de un clientelismo burocrático sino de un clientelismo clientelista, de un clientelismo de bases. Entre la demanda de la mujer que quería que atendieran primera a su hija en un hospital y la demanda de un hombre para casar rápido a su hijo no se formaba ninguna cadena equivalencial. Todo se resolvía a nivel local, por los punteros y los caudillos. El sistema funcionaba relativamente bien hasta 1930, cuando viene la crisis. En ese momento, las demandas que llegaban desde la base no podían ser satisfechas por el sistema institucional. Ahí se da una situación prepopulista, porque empieza a haber demandas insatisfechas por un lado y un aparato que no las puede absorber. En ese momento, a cierta altura, alguien de afuera del sistema empieza a interpelar a esos sectores de abajo por afuera de todo el sistema institucional. Ese es el origen del peronismo. Yo veo al peronismo como algo que creó un discurso de la ruptura interna de lo social, no como un discurso de la absorción individual de las demandas. Después empezaron a crear un sistema en donde esas demandas sí pudieran ser resueltas. Pero ese espacio que construyeron se daba siempre en oposición: en oposición a la oligarquía, al poder, a Estados Unidos. La mayor ruptura se da en esos años. Después empieza la gran apuesta, que es lo que viene después del ‘55. El argumento de la oligarquía restaurada sí era parecido al de Disraeli: absorber demandas individuales para que no se formaran las cadenas equivalenciales.
–¿Y por qué fracasó ese proyecto?
–Por muchas razones. Porque las inversiones extranjeras no representaron la fuente de desarrollo económico que se pensaba que iban a representar. Por el poder de la oligarquía ganadera en Argentina, que todavía están por acá dando vueltas y que exigían continuas devaluaciones. Faustino Fano, el presidente de la Sociedad Rural Argentina en 1960, usaba una palabra en todos sus comunicados que funcionaba como clave. Decía que los productores rurales se sentían “desalentados”. Cuando la gente leía eso en un comunicado, inmediatamente sabía que había que comprar dólares, porque sabía que lo que se pedía era una devaluación. Si la devaluación no se producía, el Ejército sacaba los tanques a la calle. Que el Ejército saque los tanques a la calle para imponer decisiones a un gobierno elegido democráticamente (al cual se supone que está subordinado) es lo que en cualquier país del mundo se llamaría “golpe de Estado”. Acá se llamaba “inquietud de las Fuerzas Armadas”. Al final, el juego semiológico había llegado a ser tan obvio que un día Fano salía del despacho presidencial y los periodistas le preguntaron: “¿Va a usar en su comunicado la palabra ‘desalentado’?”. El contestó: “Todavía no, pero dentro de una semana la vamos a usar si el gobierno no toma medidas”. Piensen que Frondizi, en efecto, sufrió 14 semigolpes de Estado.
–Ahora no sale el Ejército, los mismos ruralistas cortan las rutas.
–Sí, claro. Esas fuerzas no han dejado de existir, pero las podemos combatir mejor hoy en día. Aunque tienen un poder de convocatoria tremenda.
–¿Usted nota un proceso de derechización muy fuerte en la sociedad argentina?
–Creo lo contrario. Por un lado, a nivel del poder, se está evidentemente en una situación defensiva muy fuerte. Por otro lado, el poder popular se ha incrementado. Los Kirchner han representado un cambio importante desde esa perspectiva.
–Aparte en este momento, en Latinoamérica, hay una serie de gobiernos que se podrían denominar populistas de izquierda...
–Yo creo que este proceso habría que verlo en una secuencia histórica más amplia. Tradicionalmente, la democracia y el liberalismo no se dieron juntos. A principios del siglo XIX, la democracia era un término peyorativo, mientras que el liberalismo estaba perfectamente bien visto. Se requirió todo un largo proceso de revoluciones y reacciones para que liberal-democrático pasara a ser una unidad aceptada. Yo creo que en América Latina esa unificación nunca se dio. En primer lugar, el liberalismo fue la forma en que las oligarquías tradicionales organizaron la sociedad en la segunda mitad del siglo XIX. Esos regímenes eran liberales pero no eran democráticos en absoluto. Las demandas populares de los nuevos sectores a partir de comienzos del siglo XX empiezan a cristalizarse de maneras no liberales, como, por ejemplo, a través de las dictaduras nacionalistas. Entre liberalismo y democracia no se dio ningún tipo de articulación. Creo que en los últimos 30 años, después de las dictaduras más horripilantes que golpearon tanto la tradición liberal democrática, la base de esta unión empieza a ser plausible. Creo que hoy ya es evidente que ningún movimiento nacional y popular puede poner en cuestión las formas democráticas.
–¿Y se está formando una unión entre lo nacional popular y lo democrático como se formó en Europa y Estados Unidos entre lo liberal y lo democrático?
–Creo que estamos avanzando hacia ello. La gente muchas veces me pregunta si no creo que el populismo es una amenaza a la democracia. Yo creo que las amenazas a la democracia en América latina nunca han venido del populismo sino del neoliberalismo.
–Y una vez que estén dadas las condiciones para que emerja el populismo, ¿de qué depende que se oriente hacia la izquierda o hacia la derecha?
–Es que no es que primero se dé el populismo y luego se oriente hacia la izquierda o hacia la derecha. Las dos cosas se dan desde el comienzo mismo. Lo que sí se da es que a veces los movimientos comienzan de manera ambigua. Pongamos por ejemplo el caso del fascismo italiano: Mussolini era socialista originalmente. Lo que empieza a ocurrir es que después de la Primera Guerra Mundial la gente empieza a percibir que todo el orden institucional es un sistema que se está desintegrando, y que se necesita una refundación del sistema político. Es frecuente que la gente, en una situación de desorden generalizado, se sienta amenazada y demande un cierto orden. Cuál va a ser el contenido de ese orden es una consideración secundaria, en la medida en que haya un cierto orden.
–Esta manera de ver las cosas... ¿No nos hace depender demasiado de la figura del líder que aglutina las demandas?
–Yo no creo que el líder tenga ese tipo de centralidad. Si bien es cierto que la aglutinación de demandas depende un poco de la figura del líder, también es cierto que el ascenso de un líder (y no de otro) depende de las demandas que están en la base. Por un lado, los gobernantes se transforman en el símbolo de los gobernados, pero por otro lado los gobernados crean las bases para la constitución de este líder. Esto tiene que ver con la teoría freudiana de la distancia entre el “yo” y el “yo ideal”. El “yo ideal” es la figura del líder: si los particulares son débiles, el “yo ideal” ocupará un papel más central. Pero en otras circunstancias, la distancia entre el “yo” y el “yo ideal” no es tan grande, y entonces es un hermano el que ocupa el lugar del padre. Yo siempre tengo desconfianza de las teorías que hablan del “líder manipulador”. Porque para manipular a alguien, ese alguien tiene que dejarse manipular. Y muchas veces la acción del supuesto manipulado sobre el manipulador es una gran parte del proceso.
–Cuando uno piensa en el gran proceso de marginalización que se dio en Inglaterra, con los cerramientos, es inevitable pensar que toda esa gente pobre que era lanzada a los caminos iba a convertirse, sin siquiera imaginarlo, en la base de lo que iba a ser la Revolución Industrial. El proceso de marginalización que se está dando ahora: ¿puede ser parte de un proceso más grande, como la marginalización esa fue parte de la Revolución Industrial?
–Aquí lo que se está dando es una terciarización, por lo cual no parece haber ninguna forma obvia o equivalente a lo que fue la Revolución Industrial. La identidad de obrero industrial ya no es tan central ahora: estamos ante otro tipo de sociedad. El vínculo económico no tiene la misma importancia que tenía en la época de Marx. Yo creo que la forma de recomposición social no va a estar dada por la estructura económica simplemente, sino que va a estar dada por algún tipo de forma política.
–¿Cómo sería eso?
–Es lo que empezó a intuir Gramsci. La heterogeneidad social, según él, es un mundo que sólo puede reconstituirse a través de la hegemonía, es decir, de la acción política.
–En Hegemonía y estrategia socialista usted habla de “radicalizar la democracia”. ¿Por qué tenemos que radicalizar la democracia?
–Para vivir en un mundo mejor.
Nota Original: http://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-125915-2009-06-01.html
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