–Usted es antropóloga social y se especializa en temas de salud, ¿verdad? Y hace muy poquito publicó el libro Sujetar por la herida, una
etnografía sobre drogas, pobreza y salud.
–Sí, ésa es mi especialidad. La perspectiva de salud que yo tengo es abordar los temas de salud desde los modos sociales de producción de los
malestares, del sufrimiento, de la enfermedad. He trabajado con muchos temas, muchos problemas diferentes (género, sexualidad, uso de drogas), a
veces en instituciones, a veces en barrios, con distintas metodologías.
–A ver...
–Yo en realidad, en la última etapa de mi trabajo –empecé hace cerca de doce años– vengo siguiendo específicamente la relación entre uso de
drogas, pobreza y problemas de salud. Lo que busco es tratar de determinar mediante el método etnográfico las experiencias y las perspectivas de
los propios sectores sociales involucrados acerca de sus malestares, de sus perspectivas, de sus condiciones de vida.
–Me interesa la cuestión del método, porque parece ser bastante original y bastante diferente de los trabajos que se hacen en otras
disciplinas. ¿Por qué no me cuenta qué resulta de esa mirada etnográfica?
–El método etnográfico es lo más idiosincrásico de la antropología. Lo que intenta es tratar de determinar la propia mirada de los actores
sociales. Supone la inmersión en las condiciones de vida de los otros. Es tratar de, estando con la gente, poder determinar cuáles son sus
problemas, sus experiencias. Eso, por supuesto, lleva mucho tiempo: el método etnográfico, a diferencia de la encuesta, por ejemplo, supone un
tiempo muy prolongado de convivencia y de estudios, y un involucramiento diferente del investigador. Uno de los primeros trabajos que hice en
Estados Unidos fue en un barrio latino, para estudiar sida, drogas y su interrelación. Si bien no vivía ahí, pasaba muchísimo tiempo en el
barrio.
–¿Y cómo la aceptaron?
–Fue un proceso largo y difícil. Yo trabajaba específicamente con trabajadoras sexuales latinas que usaban heroína. Tuve que esperar mucho para
empezar a compartir con ellas bastante tiempo. Y ahí recién pude comenzar a detectar algunos de los temas de salud que tienen que ver con la
relación entre sida y el uso de drogas, desde la perspectiva de las condiciones de vida de las propias personas involucradas.
–¿Por ejemplo?
–Un punto clave era la práctica de inyecciones. Ahí lo que se veía era un choque entre lo que la normativa prescribía y lo que las mujeres (en
general homeless) efectivamente podían hacer. Eso pasa en todos lados. Acá, por ejemplo, se dice que hay que usar siempre condón. Y sin embargo,
hay muchas situaciones donde las personas no pueden llevar a cabo esa prescripción.
–¿Por qué?
–Por situaciones de desigualdad de género, por situaciones de violencia, por situaciones de trabajo sexual... Lo que permite el método
etnográfico es llegar a ver algunas de las condiciones por las cuales determinados problemas de salud permanecen crónicos y son recurrentes. Por
ejemplo, la inyección con agua sucia, la violencia.
–¿Y por qué ocurre eso?
–Bueno, debo decirle que en la actualidad hay poquísima inyección. Hubo mucha transformación de las prácticas de consumo porque hubo muchísimos
muertos por sida en la generación que se inyectaba. Las prácticas de uso son muy sensibles a todas estas cuestiones: nadie apuesta a la muerte
como búsqueda inmediata. Las transformaciones del uso de drogas, además, se relacionan con los cambios en las condiciones económicas, políticas,
de la distribución de los territorios. Hace cerca de diez años que vengo investigando en barrios de la zona metropolitana de Buenos Aires, y
específicamente en los últimos cinco años sobre la pasta base o paco. En estas secuencias, yo lo que veo es que hay procesos crónicos que
producen daños, y eso tiene que ver con cómo se producen los sujetos y cómo son las respuestas de ellos.Yo lo que veo es que hay procesos
crónicos que producen un daño, y eso tiene que ver con cómo se producen los sujetos y cómo es la respuesta.
–¿Y cómo se producen los sujetos y cómo es la respuesta?
–Bueno, los sujetos muchas veces están atados a condiciones extremas. A su vez, esos mismos contextos sociales producen otras estrategias de
recuperación y alivio.
–¿Por ejemplo?
–Redes sociales de acompañamiento, de rescate... Si bien hay procesos de fragmentación social, también hay procesos de recuperación.
–¿Y funcionan bien?
–Digamos que funcionan como pueden.
–¿Cuánta gente está en estas situaciones que describe?
–No lo sé... Tenga en cuenta que el trabajo etnográfico es cualitativo y a baja escala, no sirve para establecer criterios estadísticos.
–¿Pero no se puede generalizar?
–Lo que uno trata de determinar es cierto patrón, cierta pauta. Buscamos un problema, como en toda investigación científica, y lo iluminamos
desde la perspectiva de los propios actores sociales. La iluminación, entonces, viene de ver lo que los propios actores sociales encuentran
problemático. Porque a veces uno ve como problemático A y ellos ven como problemático B.
–A ver...
–Uno de los problemas que tenían las mujeres que se inyectaban era tener que autoinyectarse en el músculo, porque eso producía un gran deterioro
del cuerpo. Si se inyectaban en la vena, tenían que pedir ayuda a una compañera, lo cual implicaba compartir la aguja (y así aumentar la
posibilidad de contagio de sida). Entonces se producía ahí una disyuntiva: o me inyecto sola, con todo el daño físico que me hago, o busco la
ayuda de alguien, con el riesgo de contagiarme. El peligro, entonces, es permanente. O por ejemplo en el caso de la pasta base/paco, el problema
de la pipa es central para los propios usuarios/as: las dificultades para adquirirla, los daños en la boca, los diferentes tipos de infecciones
son problemas diarios de estos jóvenes.
–¿Y es un peligro que se vive conscientemente?
–Sí. Los actores lo vivían como una tensión y una necesidad de buscar ayuda. Fíjese que el problema es que las normativas no toman en cuenta
estas cuestiones, por lo cual a los actores sociales muchas veces les pasan por el costado. Eso lleva muy fuertemente a lo que he llamado
“privatización del cuidado”. Los vínculos de intimidad se sobrecargan y tienen que empezar a resolver cuestiones muy complejas que antes eran
resueltas por otras instituciones. Ante la ausencia de instancias que lo resuelvan, los vínculos más próximos estallan. Muchas veces se culpa
desde afuera a los vínculos próximos como responsables de todo lo que pasa y no se ve que en realidad están recayendo todos los problemas más
serios sobre los vínculos más próximos, sobrecargándolos.
–Es una disciplina difícil la antropología, ¿no? Por lo menos desde el método con que usted trabaja. Porque de lo que se trata es de
sacarse los propios prejuicios y darle la voz al otro, algo que habitualmente nos cuesta tanto.
–Sí, es un ejercicio complicado. En un momento determinado, Foucault habla de dos tipos de conocimiento: el conocimiento científico cartesiano,
presuntamente objetivo, y un conocimiento que implica la modificación del sujeto. Sin llegar a esos extremos, el método etnográfico supone un
juego de centramiento y descentramiento del investigador muy particular. Y es artesanal. Y sólo es válido en algunas circunstancias con una
entrega particular en el momento de la investigación.
–Me imagino que incluso uno debe cambiar su modo de vestirse, por ejemplo...
–Eso depende. Muchas veces se cree que la observación participante debe ser desde una perspectiva de homogeneización con el otro. Pero eso no es
así. Uno nunca deja de ser el observador. Por eso el conocimiento que se logra es fragmentario: porque uno nunca va a poder ser efectivamente el
otro. Y tampoco es el objetivo. El objetivo es determinar las coordenadas básicas de lo problemático en temas de salud. Y eso genera una búsqueda
muy particular.
–Creo que ese movimiento de apartamiento del sentido común no es propio solamente del método etnográfico sino de la ciencia en general.
La ciencia se constituye como una lucha permanente contra el sentido común.
–Sí, claro.
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